Sólo es una rama
frondosa, llena de gajos. Lo era hasta que de un machetazo la apartaron de su
tronco, y se convirtió en arbolito de Navidad.
Bolas de colores, guirnaldas,
nieve, pequeñas figuras de un gordo vestido de rojo, una estrella en lo más
alto, bolsitas, gorros, medias, campanitas, y una serpiente de bombillitos de
luz por todo el cuerpo. A sus pies, los regalos. Lo mejor de todo, la
fosforescencia en los ojos de los niños de la casa, su ansiedad por saber qué
es lo que él resguarda.
Pronto llega su gran
día: la noche de Navidad. Toda la familia se reúne bajo sus ramas y hay risas y
felicidad.
La algarabía dura unos
días más, después todo cesa. Unas manos ásperas e impersonales le quitan los
adornos y lo ponen en una caneca que apesta a hojas de tamal. Otra vez es una
rama, ahora seca y deslucida, manchada con restos de aquella nieve de mentiras,
esperando a que pase el carro de la basura.
Carlos Castillo Quintero
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